Conocí a Mónica un día en que estaba de visita en casa de mis padres. Ella llegó para arreglarles las uñas a mi mamá, a mi hermana y a mi sobrina. La saludé y le pregunté si era posible que me diera un turno después de ellas tres. A cambio recibí una gran sonrisa y un «Claro que sí, ¡ni que estuviéramos bravas!».
Llegado el momento, Mónica empezó a sacar esmaltes de su bolso y a sugerirme colores, mientras me informaba con un tono de voz confiado que el color de moda en ese momento —y el que más pedían las mujeres— era el azul, pero que si se trataba de darle gusto a mi esposo, definitivamente debía escoger el rojo.
Escogí un esmalte color café y le confesé a Mónica que sentía como si la conociera de toda la vida, pues mi mamá y mi hermana me habían hablado mucho de ella. Nos hicimos preguntas mutuamente, curiosidad de mujeres. Durante un tiempo que no tiene medida, Mónica me habló de su vida y yo le hablé de la mía. Su manera de hablar franca y apasionada me cautivó, y definitivamente quise saber más sobre ella. Empecé a preguntar y ella a contestar. Con cada evento que me contaba sobre su vida, tuve la impresión de que desperdiciaba sus palabras por no estar grabándolas, así que le pregunté si me permitiría escribir su historia y ella me contestó que sí.
Ella empezó a hablar y yo a escribir, y así quedó plasmada su historia en este libro, donde, excepto el de Mónica, los nombres han sido cambiados por razones de seguridad. Como se verá, la historia, que es real, es muy suya, pero también es la de muchos. Es la de todas esas multitudes de nuestro continente que, como ella, no solo han enfrentado y enfrentan los desafíos de la pobreza, sino también los de la violencia, y que, junto con Mónica, componen un coro de voces que es urgente escuchar.